Hasta que la vida nos separe.


Villanueva tenía, como todos los pueblos, sus pequeños misterios. No es extraño que la imaginación popular eleve a leyenda una mentira que se va deformando al circular por  bocas y oídos, o que convierta en enigma un hecho que, en realidad, tiene su explicación lógica, pero de saberse dejaría en mal lugar la honra de alguna mujer o la honestidad de algún comerciante.

Así suele ocurrir en muchos casos, pero el pequeño misterio del cementerio de Villanueva carecía realmente de explicación, y desde luego se basaba en hechos contrastados. Porque cada día, sin faltar uno, desde hacía mas de quince años, aparecía una flor sobre la lápida de una mujer. Elisa Gámez, que así se llamaba la difunta, había fallecido en el sesenta y dos tras una existencia pulcra e intachable, dejando este mundo soltera, virtuosa y ejemplar. No dejó por tanto familia ni tenía tampoco allegados que se ocuparan de su tumba. Y desde luego nadie en el pueblo reconocía haber dejado todas esas flores.

Los del lugar habían intentado en varias ocasiones sorprender a quien con tanta perseverancia y regularidad pudiera estar cometiendo aquel dislate irreverente, dispuestos a acabar de una vez con las habladurías que le daban mal nombre al pueblo. Pero nunca pudieron dar con el autor, ni siquiera permaneciendo de noche en el camposanto. Nada se pudo averiguar en largas vigilancias y búsquedas absurdas, y poco a poco la comidilla del enigma se fue extendiendo por toda la comarca e incluso le dedicaron un artículo en el diario de la provincia.

Y todo eso a Teodoro le hacia mucha gracia.

Primitivo, hijo de Engracia, volvió a Villanueva en el autobús de línea una mañana calurosa de Julio con la misma maleta que se llevó siete años antes, los bolsillos vacíos y un título falsificado bajo el brazo. Su madre estuvo semanas hablando de su hijo el doctor, y respondiendo «pues ¡doctor!» cuando le preguntaban «doctor en qué». Para Primitivo era suficiente con haber dejado de ser «el primi» y hacerse invitar a un café por aquí y una coñá por allá mientras desparramaba su dudosa sabiduría por las cuatro barras del pequeño pueblo.

Raro era, pues, que a semejante hijo pródigo no le encargaran indagar sobre el misterio de la tumba de la señorita Elisa. Su madre aceptó por él, anticipándose ante las vecinas los honores por ser la madre de la eminencia que había resuelto el maldito problema. Al día siguiente le arrancó de su cama a las seis para que fuera a entenderse con el sepulturero. El doctor Primitivo hizo entonces el primer gran descubrimiento de su carrera: para su asombro, a aquella hora todavía era de noche.

Frasco le contó que cada mañana, al abrir el cementerio, hacia una ronda completa por las tumbas para asegurarse de que todos descansaran en paz, y cada mañana, sin falta, había una nueva flor sobre la vieja lápida. A veces un clavel, otras un nardo, un crisantemo e incluso alguna rosa.

Primitivo dedujo que el misterio sucedía de noche y no sin esfuerzo convenció a Frasco de que hiciera vigilia con él aquella misma noche ante la tumba. Armados con mantas y vino del lugar, pues Frasco hacía honor a su nombre y Primitivo a sus costumbres universitarias, se dispusieron a descubrir al misterioso donante.

Allí les vio Teodoro, desde su nicho, a eso de las dos de la madrugada. Divertido por lo burdo de aquel intento, se dijo que solo tendría que esperar a que el vino llamara a Morfeo.

-¡Cuanto has tardado hoy, amor!

-Nada de importancia, mi cielo, ¡como iba a pasar una noche sin ti!

-Calla, granuja, que bien sé que solo vienes porque esto es más espacioso.

-Te recuerdo que ya probamos a vernos en mi nicho y estuvimos todo el tiempo tratando de desengancharnos las costillas.

-¡No me lo recuerdes! -repuso Elisa divertida- todavía no estoy segura de llevar alguna vértebra tuya en alguna parte.

-Vaya, ¿no decías que estabas loquita por mis huesos?

-¡Pero no de forma tan literal! Anda, abrázame, canalla…

-¡Tu lo que quieres es que te haga cosquillas en la tibia! -y se puso a ello con verdadera fruición.

-¡No por favor! ¡Para! ¡Para por favor! -le decía entre carcajadas- ¡no me hagas reír así que después estoy todo el día tratando de encajarme la mandíbula!

-¡Yo te la encajo!

-¡Grosero!

-La mandíbula, cariño, la mandíbula…

Y así transcurrió la noche, como tantas otras noches eternas de amor enterrado. Antes de amanecer Teodoro tuvo tiempo de robar un crisantemo para su amada mientras el doctor y su ayudante yacían como muertos en aquel lugar tan lleno de vidas.

19 Comentarios

    1. En los pueblos hay poca gente y mucho roce, es normal que haya muchas historias. Y en los cementerios todavía más: mucha más gente concentrada en un lugar pequeño, personas con sus vidas y sus historias… solo hay que imaginar, pasar por entre las tumbas y sentir todas las risas, las caricias, las alegrias, los éxitos, las ilusiones…¿por qué vemos solo lo amargo, la pérdida y el dolor? Les negamos esa otra parte de sus vidas, la que importaba, la que mereció la pena.

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      1. Mi padre lleva yendo al cementerio diez años, todos los días, llueva, truene o lo que sea… murió mi hermana y tres años después mi madre, como bien dices, siempre hay muchas historias dentro del cementerio, este en concreto es aún de los que se reúnen los familiares, precioso y cuidado, porque aunque parezca mentira, puede ser bonito un cementerio.
        Allí hay tumbas que tienen unas leyendas impresionantes, algunas románticas, otras de verdadero terror.
        Mi padre tiene allí un pequeño jardín, lo cuida, habla con ellas y es la persona más positiva y feliz que tengo en mi vida. Siempre tiene una sonrisa, él ha quitado ese «miedo» al cementerio que teníamos en cierto modo.

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        1. ¿Ves? Una historia Preciosa. Mantener vivo ese cariño, es de quitarse el sombrero. Y no es apego a un rito o unos símbolos, es mantener viva una memoria. Es ser persona. Tienes un gran padre, enhorabuena.

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