Cuento: Marcio y el gigante.


El gigante dominaba la comarca desde hacía tanto tiempo que todos estaban acostumbrados a su terrible presencia. Nadie discutía sus actos ni se preguntaba por sus razones: Era tan poderoso que no podían enfrentarse a él y por esa misma razón nadie buscaba motivos para hacerlo.Y quienes los tenían, pues muchas eran las víctimas de todos sus desmanes y agravios, no pensaban en ello y se limitaban a obedecer para vivir.

Era un monstruo de proporciones magníficas. Tenía veintitrés cabezas, once poderosas piernas, treinta y siete brazos muy, muy largos, y siete torsos que giraba e inclinaba a voluntad. No podía existir ningún tipo de belleza o armonía en él pese a que sus distintas partes por alguna extraña razón se contaban por números primos. Incluso las verrugas, algunas del tamaño de un melón, de las que tenía exactamente ciento veintisiete.

Muchos trataron de desentrañar el misterio de su longeva existencia y de sus formas imposibles sin otro resultado que teorías sin sentido y conjetura desatinadas. Se sabía que no siempre había sido igual, que sus extremidades habían ido creciendo con los años en tamaño y número, y otro tanto sus torsos y cabezas, por lo que algunos teorizaron que en origen pudo ser humano, o al menos tener proporciones humanas, hasta que algo en su naturaleza le hizo crecer y ramificarse en múltiples extremidades. Más nadie podía explicar qué extraño capricho del destino había causado tales deformidades, ni su absoluta falta de simetría, ni la extraña razón matemática en el recuento de sus partes.

Resultaba un milagro que pudiera coordinar sus movimientos, pero así era: a pesar del caos aparente de torsos, brazos y piernas, el monstruo se manejaba con increíble destreza, caminando a grandes pasos con todas sus piernas moviéndose al compás, o asiendo y empujando y manipulando y soltando y tirando y rompiendo y colgando y haciendo los movimientos más exigentes y precisos que pudierais imaginar con sus treinta y siete brazos y manos, de a uno, por parejas e incluso todos a un tiempo cuando la tarea lo exigía. Pero no penséis que movía sus brazos como una maraña de torpes tentáculos, pues el gigante lo hacía con la destreza de un gimnasta o la precisión de un relojero; largas décadas de existencia le habían otorgado habilidad y hasta cierta gracia en el dominio de su complejo cuerpo.

Aún así, era un espectáculo aterrador contemplar cómo se movía o se alimentaba, sembrando el miedo y la desolación a su paso, llevando porciones hercúleas de carne, verdura o agua a cualquiera de sus muchas bocas.

Nada podían hacer los hombres ante tamaña demostración de fuerza y poder, y por eso todos le temían, algunos le admiraban y había también quien le amaba, porque la condición humana es una casa con demasiadas habitaciones y no todas ellas están bien iluminadas.

Pero si todos obedecían al gigante, éste tampoco era dueño de sí mismo. Los Electi gobernaban todas sus acciones. A cambio de suministrarle el alimento que aportaban las gentes del lugar, le decían qué hacer, a quién proteger y a quién aplastar, y regían todos sus actos mediante órdenes que el gigante asimilaba en la cabeza que correspondía a cada caso: una cabeza para recaudar, otra para contar, otra para penalizar, otra para vigilar, otra para destruir, otra para curar, otra para cuidar, y así hasta veintitrés funciones distintas con las que los Electi, haciendo uso del gigante, lograban ejercer el completo gobierno de la comarca.

Más si pensarais que los Electi eran libres en su mandato estaríais en un error, pues era la propia gente del lugar quien ponía a los Electi y los quitaba a su antojo. Cada diecisiete estaciones el gigante preguntaba a las gentes quien quería que fuera Electi y quien que dejara de serlo, y asi era la norma que todos cumplían. El poder, por tanto, residía en todos y a la vez en ninguno. La gente mandaba sobre los Electi, estos sobre el gigante, y este sobre la gente.

Habría sido un círculo perfecto de no ser por una razón: nadie estaba capacitado para tomar las decisiones que les correspondía. Marcio se dio cuenta de ello y, contra lo que se cree, esa fue la verdadera razón que le hizo decidirse a destruir este círculo. Pero no quisiera anticiparme al horrible final de esta historia, pues primero me gustaría hablaros un poco del propio Marcio.

Marcio no era más que un joven labriego, como antes lo fueron sus padres y antes que él sus abuelas y abuelos, hombre apegado a la tierra que araba y sembraba con tesón porque no tenía otra cosa ni le habían enseñado nunca otro oficio. Perdió a su padre hacía años, a manos del gigante, y a su madre se la llevó poco después la tristeza. Aún no conocía el amor, pero sí a la chiquilla de la que un día se llegaría a enamorar. Pero, no, no debo adelantarme de nuevo.

Marcio sacaba poco fruto de su labor, lo justo para no tener que pedir, pero eso nunca era suficiente. Cada luna le tocaba contribuir a alimentar al gigante, como todas las otras gentes de su aldea, y el gigante era tan grande y necesitaba tanto alimento que cada vez le costaba más conseguir satisfacerle.

Marcio no lo entendía. ¿Por qué tenía que darle el fruto de su trabajo? El no le pedía nada al gigante, ni recibía nada de él. Nunca en toda su vida, ni en la de toda su familia, había obtenido nada, ni tan siquiera un gesto de su parte. El malvado gigante no le había ayudado a quitar las enormes rocas de sus campos, ni a tener algo de comer cuando les faltaba, ni a abrir la tierra para enterrar a sus seres queridos. ¿Por qué tenía entonces que alimentarle?

Porque el gigante parecía no tener ojos para él, ni cabeza que dedicarle a sus insignificantes preocupaciones. Y si las tenía, estaban en otras cosas, porque los Electi le ocupaban todo el tiempo en faenas mucho más nobles e importantes que ayudar a un miserable campesino, acciones siempre dramáticas y siempre espectaculares, rimbombantes, porque esa misma rimbombancia convencía a las gentes para que quisieran seguir teniéndoles como Electi. Y así funcionaba el círculo.

Pero el gigante si que le exigía a Marcio. Cada vez más. Era un cuerpo muy complejo y pesado, y el esfuerzo de mantenerlo en pié y moverlo consumía una cantidad desproporcionada de alimento. Pero los campos rendían lo que rendían, que era poco. Las cosechas eran cada vez más magras, y la parte del gigante crecía sin parar.

Esta era la vida y estas las tribulaciones de Marcio hasta un día oscuro en que llegó la luna y se vio en la aldea, ante el gigante, con las manos completamente vacías. Al llegar su turno dio un paso al frente, se armo de valor y le habló con franqueza.

-Nada tengo, y nada voy a poder darte -le dijo a la cabeza diecinueve.

Entonces se volvieron a mirarle cuatro cabezas más: la de exigir, la de vigilar, la de destruir y la de contar. El monstruo dio unos pasos y extendió sus largos brazos para palpar con avaricia la cabaña, el establo y las tierras de Marcio, buscando hasta en el último resquicio, mas nada encontró. Entonces se volvió de nuevo hacia él, abandonado en el centro del círculo que habían formado sus asustados paisanos y Marcio, creyéndose perdido, echó a correr aterrado.

El gigante empezó a perseguirle con todas sus piernas saltando como una enorme araña y los larguísimos brazos tratando de agarrarle. Dejaron pronto la aldea, Marcio corriendo porque le iba la vida en ello y el gigante con lentos pasos de centenares de metros, maldiciéndole pero a la vez disfrutando del pequeño placer que la causaba aplastar a otro de aquellos seres diminutos.

Marcio conocía bien el final que le esperaba, pues ya lo había visto otras veces: el furioso gigante agarraba, exprimía, retorcía y asfixiaba. Eso no era justo, ¡le había dado tanto durante toda su vida! Pero la bestia desagradecida no recordaría todas las veces que le había alimentado. No, le estrujaría hasta conseguir su porción, y mucho más, porque era tan mezquino que no solo pedía lo suyo, sino que además exigía atrasos, y se cobraba los esfuerzos, y se cebaba con quienes no le satisfacían. Pues así se lo habían consentido los Electi.

En su loca carrera Marcio se acercaba ya a las montañas y de pronto dio con la entrada de una cueva. Logró refugiarse en ella, pero siguió corriendo al interior, allí donde no pudieran llegar los brazos del gigante. Cuando al fin pudo detenerse, jadeante, unos brazos surgieron de la oscuridad y le sujetaron con firmeza.

-Tranquilo, amigo, ya estas a salvo. Aquí no puede llegar la bestia.

Marcio se encontró rodeado de gente. Eran personas que no conocía, porque era gente que ya no existía. Hombres y mujeres, y ancianos, y niños, todos fugitivos del gigante como él, desaparecidos para siempre de la comarca, viviendo como sombras en aquel recóndito agujero donde no había más luz que la poca que entraba quejándose de la estrechez por una grieta en el techo.

Y de pronto esa luz se apagó.

A través de la grieta se asomó la cabeza número trece, la de reclamar, y preguntó por Marcio.

-Aquí me tienes, gigante.

-Te exijo mi alimento.

-Ya te he dado todo el que podía en todos estos años, ¿es que aún quieres más?

-Eso díselo a la cabeza de contar. Quiero mi alimento.

-Pues no tengo nada, la cosecha se ha perdido y no puedo darte grano ni nada de comer.

-Eso díselo a la cabeza de oír quejas. Quiero mi alimento.

-No tengo. Además, ¿por qué tendría que dártelo? ¡Tú nunca me has dado nada a mi!

-Eso díselo a la cabeza de solicitudes. ¡Quiero mi alimento!

Y así continuaron por un tiempo, Marcio tratando de razonar con el gigante y la cabeza emperrada en su único propósito. Hasta que Marcio se cansó.

-Pues yo no te voy a dar nada. Y esa es mi última palabra.

-Entonces hemos terminado de hablar.

Y se hizo de nuevo la luz, pero solo un instante, porque asomó una nueva cabeza: la de vigilar.

-Marcio, no nos has dado nuestro alimento. A partir de ahora estaré pendiente de ti: vamos a quitarte todo lo que tienes.

-Ya no tengo nada.

-Yo no diría eso. Tienes brazos y piernas, y tienes tiempo. Todo eso ya es nuestro. Ahora trabajarás para alimentarnos, y si no lo haces, te haremos trabajar, y si no lo haces, te destruiremos.

-¡No tenéis ningún derecho!

-Eso díselo a la cabeza de las leyes. Si no nos das lo que es nuestro, nosotros te destruiremos.

Marcio comprendió que no tenía sentido seguir discutiendo con el gigante. Cada cabeza se ocupaba tan solo de sus propios asuntos y no había ninguna de ellas con la que se pudiera razonar y llegar a un acuerdo.

Analizó con presteza su situación. Estaba encerrado en una caverna de la que no podía salir, vigilado por un gigante que le quería destruir y sin posibilidad alguna de hacerse entender. Estaba perdido sin remedio. ¿Cómo podría salir de allí?

Pensó. Si no podía razonar con el gigante, entonces ¡tendría que hablar con los Electi! Ellos le entenderían, ellos eran humanos y tenían una sola cabeza; seguro que le darían una solución. Pero si salía a buscarles el gigante le vería, le atraparía y le destruiría. Si salía de allí aquella bestia le cogería con sus largos brazos y no tendría ninguna posibilidad.

Solo tenía una opción.

Cogió una piedra del suelo y se la tiró al gigante. Era tanta su rabia y tan buena su puntería que le acertó de lleno en un ojo. La cabeza soltó un grito estremecedor y desapareció. Se quedó paralizado. Había sido un acto inconsciente. Había tomado la peor de las decisiones, la que habría descartado de haberlo pensado un poco. Estaba aturdido y desconcertado. Ahora el gigante nunca se iría de allí.

De pronto oyó como todos le vitoreaban. Los habitantes del oscuro exilio celebraban que alguien hubiera tenido el valor de enfrentarse al culpable de su desdichas. Le felicitaron, le abrazaron, todos querían tocarle, los niños le rodeaban y los ancianos le miraban con un gesto de aprobación.

Marcio comprendió que su acto estúpido le había convertido en un héroe para ellos.

Pero en casa del necesitado la alegría dura muy poco. Al cabo de un instante empezó a oírse un sonido atronador; el suelo se estremecía cual si se tratara de un cataclismo y empezaron a caer algunas piedras del techo. La gente corría, gritaba y trataba de protegerse de los desprendimientos. Algunos resultaron heridos. Otros se revolvieron hacia él.

-¡Está enfurecido, Marcio! ¿Qué has hecho? Ahora va a tratar de derribar esta caverna. ¡Vamos a morir todos!

-¿Por que has tenido que tirarle esa piedra?

-¡No tenemos por qué morir por culpa de este insensato!

-¡Cojámosle y entreguémosle al gigante! ¡Eso le calmará!

-¡Sí! ¡Es él o nosotros! ¡Vamos a atraparle!

-¡Vamos! ¡A por él!

Marcio se vio rodeado por aquellas personas desesperadas. Comprendía el miedo que tenían, pues también el estaba asustado, y entendía su aritmética egoísta y cobarde: ¿Por qué morir todos cuando debía morir solo uno?

Y Marcio les comprendió. Todo lo que querían era salvar sus vidas. Marcio decidió salvar además su dignidad.

-¡Quietos! ¡Quietos todos! ¡Nadie tiene que morir por mi culpa! ¡Yo saldré de aquí por mi pié!

Se dirigió a la entradade la cueva, entre el silencio de las piedras y de las almas que moraban en su interior. Habia ciento siete pasos hasta la entrada, corto espacio para pensar en un modo de salvarse. Más cuando ya casi le alcanzaba la luz del exterior que entraba por la boca de la caverna, tuvo una idea. Salió resuelto de la cueva.

-¡Gigante! ¡Soy Marcio! ¡Ven! ¡Estoy aquí! ¡Tengo lo que quieres! ¡Ven aquí! ¡Te daré todo lo que me pides, y más aún!

El gigante se plantó ante el y colocó a su alrededor cinco manos tan grandes que superaban con creces su altura. Ahora Marcio estaba atrapado en una extraña cárcel cuyos barrotes tenían falanges y uñas. La cabeza siete, la de coger, se dirigió desconfiada a su presa.

-¿Que es eso que tienes, Marcio? ¿Que puedes tener que valga más que todo lo que nos debes ya?

-Tu libertad.

-Eso díselo a la cabeza de soñar. ¡Queremos lo que nos debes o te aplastaremos aquí mismo!

-¡Pues hablaré con esa cabeza! ¡Quiero hablar con la cabeza de soñar! ¿Cual de ellas eres? ¡Atiéndeme! ¿Eres tú? ¿O tú? ¡Dime quien eres! ¡No tienes nada que perder, y mucho que ganar!

Una de las cabezas más altas se volvió y le presto un poco de atención.

-Yo soy la cabeza veintitrés, la responsable de sueños y ambiciones, y ahora ¿qué tienes que decirme?

-¡Gracias… ventitrés! ¡No te arrepentirás! ¿No has soñado nunca con ser libre? ¿Con no tener obligaciones, no tener que obedecer, hacer lo que quieras, cuando y como quieras? -Marcio empezó a usar el plural para hablar con el gigante, tal y como hacía este cuando se refería a sí mismo – ¿Acaso no lo habéis soñado todas?

-¿Qué tiene eso que ver contigo? ¡Queremos lo que es nuestro, y no que nos cuentes historias absurdas! -Respondió la cabeza de reclamar.

-¿Veis? Ese es vuestro problema. Estáis desunidas. Vais cada una a lo vuestro y eso os hace débiles. Por eso necesitáis que alguien os guíe, por eso dependéis tanto de los Electi. Ellos os dan orden y sentido, os dan algo que hacer y os alimentan, pero a cambio os tienen esclavizadas, siempre obedeciendo, siempre cumpliendo sus deseos. ¡Ahora yo os puedo dar la libertad!

Las cabezas empezaron a murmurar y a mirarse unas a otras.

-¿Y cómo podrías hacer eso tú, el más miserable e insignificante de los humanos?

-Yo sería vuestra cabeza número veinticuatro. La que pone de acuerdo a todas las cabezas.

Las cabezas hicieron algo en común, puede que por primera en todas sus vidas, al romper en un estruendo de carcajadas. Marcio se dio cuenta, e insistió en su idea.

-¿Veis? ¡Os habéis reído todas a la vez! ¿Alguien, alguna vez, había conseguido poneros de acuerdo en algo?

Se quedaron todas mirándole en silencio.

-Yo puedo lograr más cosas, cosas que ninguna de vosotras conseguiríais nunca. No, claro que no podríais, vosotras desconfiáis unas de otras, no consentiríais que cualquiera de vosotras dominara a las demás. Si se trata de poneros de acuerdo, de actuar como una sola voluntad, eso solo puede lograrlo alguien distinto… ¡una nueva cabeza!

-Pongamos que fuera así, Marcio -respondió la cabeza de aplastar, algo extraño porque no le correspondía a ella dudar de otros-, ¿por qué habrías de ser tu?

-Porque no hay nadie mejor para llevar a cabo una idea que aquel que la ha tenido.

Marcio dejó que pasaran unos segundos para que cuajara la idea. Solo un hilo le unía a la vida, un hilo que podía romperse en cualquier momento. Tenía que reforzarlo, tenía que hacer un último intento para convencerlas.

-Os diría que lo pensarais y hablarais entre vosotras para tomar una decisión, si no estuviera convencido de que sois incapaces de poneros de acuerdo. Me necesitáis para eso. Ahora solo os une el cuerpo, yo puedo hacer que os una también la voluntad.

Dejó que pasaran unos segundos y entonces decidió que esas cabezas, acostumbradas a obedecer, solo reaccionarían ante una orden. Nunca tomarían esa decisión, nunca le elegirían: tendría que hacerlo él mismo.

-¡Oidme bien todas! ¡Ahora cogedme con una de estas manos y colocadme ahí arriba entre vosotras!

Y tras unos segundos eternos, el gigante obedeció.

Sentado en los hombros de uno de los torsos Marcio estuvo hablando durante horas con las cabezas. Trataba de afianzar su dominio, pero cualquier paso en falso hubiera terminado en una discusión y quien sabe si en su perdición. Así que les habló, una por una y todas a la vez, tratando de averiguar sus deseos, sus frustraciones, sus sueños y sus carencias. Prometió, fue comprensivo y tajante a la vez, escuchó y reprendió o alabó, se hizo con su confianza y poco a poco se fue ganando su respeto y, con él, su obediencia.

Ahora la cabeza veinticuatro era la que dominaba a todas las demás.

Marcio trazó los primeros pasos de su gobierno del gigante hablando con la cabeza tres, la estratega.

-No, tres, no debemos aniquilar a los Electi. Tenemos que utilizarlos en nuestro favor.

-Pero, veinticuatro, ellos llevan años esclavizándonos, ¡queremos destruirles!

-No, eso sería un error. Tenemos que esclavizarlos nosotros a ellos. !Que trabajen para nosotros!

-Pero, ¿cómo podemos hacer eso? ¿Les atrapamos y les retorcemos el cuello hasta que…?

-No, no, no. Piénsalo, tres… ¡Pensadlo todas! Toda la comarca se rige por un orden, y no podemos destruir ese orden de la noche a la mañana sin imponer otro orden que funcione. Perderíamos el alimento, los campos y las gentes que los trabajan. Es mucho mejor utilizar el orden que existe en nuestro propio provecho.

-¿Y eso como se consigue?

-Pues es bien sencillo. ¡Elegiremos nosotros a los Electi!

-¿Nosotros?

-Si, nosotros. Impondremos a unos nuevos Electi que trabajen para nosotros, y para eso conseguiremos que la gente los quiera.

-¿Y como vamos a hacer que los quieran?

-Porque nos temen.

-Pero nosotros… también queremos que nos quieran.

-Eso es fácil de arreglar, nueve. ¿Queréis que haya personas que os empiecen a querer ahora mismo?

-¡Si, claro que sí! -dijeron todas.

-Bien, pues vamos a sacar a toda esa gente de la caverna. Les salvaremos, les devolveremos sus vidas, les reintegraremos sus casas y sus campos, y entonces no podrán evitar querernos.

-Eso puede funcionar, Marcio, pero ¿qué pasara con la otra gente, con los que se quedaron con las casas de esta gente, y con sus campos, y con todo lo que tenían.

-¿Esos? Esos nos temerán y además ¡nos alimentarán!

Y después de una larga conversación con intervención de algunas otras cabezas, el gigante asomó la cabeza de divulgar asuntos por el techo de la cavernas y empezó a hablar con los que había en su interior.

Un par de estaciones más tarde todo había cambiado en la comarca. Marcio se alegraba de haber destruido el círculo. Ahora todo funcionaba mejor: Marcio se encargaba de que el gigante obrara con justicia, Marcio vigilaba que el gigante hiciera que se cumpliera la ley, Marcio procuraba el bienestar de los humanos que eran fieles y agradecidos con el gigante, y Marcio también procuraba el silencio y la aquiescencia de quienes añoraban el círculo. Marcio era el bien, la paz, la justicia, y también el castigo, el orden y la ley.

Marcio se complacía por haber sustituido aquel nefasto círculo viciado por un magnífico triángulo, donde él mismo estaba en el vértice superior, el gigante en uno de los inferiores y la gente en el otro. Adoraba la armonía de aquel sistema y lo pulía hasta la perfección, analizando su entorno, manteniendo sus principios y haciendo actuar al gigante cada vez que era una necesaria una corrección.

El gigante a su vez vivía satisfecho y feliz, entre otras cosas porque esa era la base del poder, el vértice que sostenía el triángulo: que el gigante estuviera contento. Por tanto no le faltaba de comer, y además no tenía que recorrer los campos para obtenerlo, sino que los fieles se lo traían. Había engordado, bastante, y le habían crecido más extremidades, y las que tenía eran más largas. Seguía teniendo el mismo carácter, la misma libertad y cometiendo las mismas tropelías, si no más. Tan solo había cambiado de dueño.

Marcio había encontrado el sistema perfecto, o así lo creía hasta que un día volvió a la caverna. Quiso recordar aquel momento clave en su vida, cuando la mejor de las ideas, y se decidió a entrar de nuevo en aquel lugar.

Y se encontró que de nuevo había gente allí. Mucha más gente que aquella vez. Entonces, usando al gigante, se asomó por la grieta para hablar con ellos.

-¿Por qué estáis aquí?

La silueta de una mujer salió de entre las sombras y le habló con voz tranquila

-Porque aquí se está mejor. Hace menos calor, menos viento y hay mas libertad que ahí fuera.

-¿Quien eres? ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Ahora la comarca es más prospera y segura! ¡He hecho que haya justicia! Ya no están esos despreciables Electi que lo manejaban todo a su antojo. Ya no hay por qué temer al gigante. Los malvados son castigados y las buenas gentes pueden vivir en paz. Yo he hecho que todo sea mejor. 

-¿Mejor? ¿Para quién? ¿Para ti? ¿Para tu gigante?

-¡Para todos!

La voz de una jivense abrió paso entre los murmullos.

-¡Eso cuéntaselo a los que han muerto por tu culpa!

Marcio miró en silencio a toda aquella gente. Reconoció a algunos que habían huido, otros que no habían podido alimentar al gigante, a antiguos Electi, ahora convertidos en parias, a familiares de algunos que había juzgado y condenado por robar, mentir, estafar o solo por pensar distinto. Y reconoció a la joven, aquella niña que pasaba a veces canturreando por sus tierras, con su voz tierna y su mirada limpia. 

En sus ojos grises pudo ver en qué se había convertido.

Pidió al gigante que le bajara al suelo. Entró en la caverna arrastrando los pies, confuso y perdido, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Y solo entonces empezó a ver.

Vio a un puñado de espíritus libres que no encajaban en su triángulo y preferían vivir encerrados en aquel oscuro agujero. No se escondían, simplemente preferían estar allí antes que lisonjear a un gigante que, por bueno que pudiera ser ahora, seguía siendo un gigante.

Aquel fue el día en que todo cambió.

Aquí termina el enunciado. ¿Círculo? ¿Triángulo? ¿Otro polígono? ¿Caos? Resuélvelo si puedes. 

Por cierto: Hasta ahora nadie ha podido.

5 Comentarios

  1. Solución del círculo? Difícil ecuación la que nos propones. Si no sabemos elegir, si no saben mandar, si el sistema va a la suya sin comunicación, si el que se rebela sucumbe a la ambición…¿Qué nos queda? ¿Vivir escondidos alejados del sistema?

    Le gusta a 1 persona

    1. Este cuento no tiene moraleja, ni siquiera final. Es un complejo problema, el de la politica en sí misma, que nadie ha sabido resolver desde tiempos de los griegos hasta hoy.

      Porque la mayoría de las veces se plantea como ¿quien tiene el derecho a decidir? Y se olvida del ¿quien tiene la capacidad de decidir?
      Una camisa de más de once varas…
      Un abrazo compañera!

      Le gusta a 1 persona

    1. Muchas gracias, se trata de una de esas entradas que uno escribe y luego decide no publicar. Al verla de nuevo, le he dado unos retoques y aquí la tienes.
      Es una gigantesca metáfora de la política, no muy lograda la verdad, pero creo que deja regusto y mensaje.

      Le gusta a 1 persona

Deja un comentario