De amaneceres y ausencias.


Hace unos meses escribí este relato para un concurso en mi pueblo, concurso que nunca llegó a celebrarse. Frustrada su finalidad original, no creo que deba quedarse olvidado en un cajón, razón por la que lo he compartido con algunos amigos y también, aquí y ahora, con quienes puedan gustar de lo que escribo. Aprovecho para saludar y agradecer su ayuda a mi buena amiga Sadire, quien con una primera lectura crítica y sus comentarios certeros contribuyó mucho a mejorar este relato.

Tratándose de una historia de carácter local creo que interesa ponerla en contexto. La trama tiene relación con un acontecimiento que marcó la historia de mi pueblo: el año de los tiros. Se trata de una manifestación que tuvo lugar en Riotinto en 1.888, en la que nuestros antepasados protestaban de forma pacífica contra la calcinación a cielo abierto de las piritas. Este proceso consistía en la quema de una serie de montículos de leña y mineral llamados teleras, con objeto de procesar el mineral mediante una combustión lenta que podía durar meses. Las teleras, prohibidas por entonces en Gran Bretaña pero todavía no en España, producían una cantidad ingente de gases tóxicos que afectaban a la población, destruyendo la vegetación y llegando a causar que, en días de encalmada, la «manta» -como llamaban a esta nube venenosa-, impidiera que pudieran trabajar e incluso salir de sus casas.

La manifestación congregó a cientos, tal vez miles de personas de Riotinto y otros pueblos de la comarca en la plaza del ayuntamiento, en un ambiente pacifico, incluso lúdico: les acompañaba una banda de música. Pero en el propio ayuntamiento esperaban las autoridades protegidas por un regimiento del ejército. Personalmente desconozco la razón última, pero se sabe que al grito de «fuego» aquellos soldados abrieron fuego de forma indiscriminada contra los manifestantes, provocando una verdadera masacre cuyas verdaderas proporciones aún hoy son desconocidas.

Poco más sabía yo del asunto, aparte de lo expuesto. Al tratar de documentarme me topé con un hecho que me impactó: Después de la masacre muchos muertos y heridos fueron ocultados por temor a las represalias. Se contaba que, días después de la manifestación, un juez, alertado por los vecinos, dio orden de abrir la casa donde vivía un matrimonio con su hijo pequeño, una casa que llevaba cerrada y sin indicios de estar habitada desde el día de la masacre. Al abrirla, se encontraron que la mesa seguía puesta y la comida preparada sobre el fogón, pero nunca más se supo de aquella familia. Ahí estaba el germen de mi historia.

Pero esa historia necesitaba una forma, y aquí volví a encontrarme con un hecho que de nuevo actuó de catalizador: En ocasiones conviene abrir el campo, ver el mundo a través de un gran angular pues, aunque no permite un enfoque preciso, en cambio si ofrece una perspectiva mucho más amplia. Mediante ese ejercicio, siguiendo el curso del río que da nombre a mi pueblo, me encontré con que, rio abajo y en ese mismo año de 1.888, había un niño de siete años jugando con un burro, un niño que mucho más tarde sería uno de los grandes de la literatura universal. Este paralelismo me mostró la orientación que debía tener el relato, me dictó el clima que debía reinar y me sugirió la prosa que yo tenía que construir.

Sin más, os dejo con este relato, una historia dura, triste y oscura, como todo lo que escribo últimamente. No se corresponde con mi estado de ánimo, tan solo son espacios que también hay que transitar en el aprendizaje de este maravilloso oficio.

DE AMANECERES Y AUSENCIAS.

A la Golondrina se le atraviesan las cuestas. Alonso trastabilla aferrado a su grupa mientras madre sigue cerro arriba, tirando implacable de la rienda. Atrás van quedando escoriales y vacies, monteras yermas y estériles valles lunares. Atrás queda toda una vida y adelante… Adelante, solo está madre. El niño tropieza y protesta, ¡no aguanta más!, pero ella lo apremia, mandándolo a callar con un gesto. Se levanta y sigue caminando, arisco y mohíno. La rabia se le escurre por las mejillas. ¿Dónde está la que ayer lo desmontaba a cosquillas para después volver a coserlo a caricias? ¿Dónde se quedó la del cuento a medias y el beso en la frente? Ella sigue avanzando, férrea y esquiva, escatimando hasta el resuello, para poder hurtarle sus pasos furtivos a los ojos de la noche.

Alonso está cansado ya de luchar contra el peso de sus párpados. Padre se le asoma en todos los pensamientos. Lo imagina volviendo del tajo, cuando le confiaba su sombrero para que le quitara la cera y el barro, y añora su voz, ese arroyo de terciopelo que manaba de su interior cada vez que hablaba de su tierra, del verde eterno de sus prados y de la espesura fragante de sus bosques. ¿Acaso no le traería ya más trocitos de oro de mentira de la mina? La cuesta se empina. ¡Arre, Golondrina! Ya queda menos. ¡Arre!

La Golondrina ha varado en lo más alto de un otero. El esfuerzo le ha ido labrando surcos en el negro pelaje de su lomo, engarzando de perlas su panza blanca. Madre cobija a Alonso entre unos riscos y, mientras estiba a caricias su preciosa carga, se deshace de una lágrima inoportuna para obligarse a otear destinos entre las brumas. Desde esa misma atalaya, en días claros, la vista alcanza hasta Zarandas. Pero la noche es oscura y la manta envuelve los cerros como una mortaja. Apenas se vislumbran las lámparas de la estación, agonizando como estrellas caídas. El pueblo solo es ya una sombra distante, pero la brisa aún arrastra jirones de impotencia que rezuman de las puertas cerradas.

El niño descansa. A la borriquilla ya no se le va el alma por los ollares. Un travieso retazo de luna se cuela por entre los desgarros de la oscura nube impostora, arrancándole escamas doradas al viejo río. Madre presiente en su orilla un ominoso entierro de acero por las vías, y hasta alcanza a ver como de sus laderas, donde el óxido marchita las piedras y el vitriolo arruina los manantiales, fluye esa noche una lóbrega escorrentía de esperanzas truncadas. ¡Quien diría que aguas nacidas de tan oscura entraña han de morir allá donde siete añitos como los de Alonso retozan alegres con el más tierno de los borriquillos!

Pero el alba no tiene espera. Madre despierta a Alonso, mas, como el crío protesta, tiene que echárselo en brazos. Con su hombro por almohada, el niño dormita, y sueña que juega, que corre, que salta, que recorre de nuevo los andurriales de la plaza de toros. Añora hasta aquellas mañanas de pizarra y tiza, cuando no de cesta y mineral. Con ojos entrecerrados puede ver todavía la mesa que se quedó puesta. Y cree sentir el aroma a romero del fogón, y el paladar baldío se le colma de gachas y pestiños. Pero cada nuevo sobresalto de piedra le arrebata un recuerdo, y cada paso le va imponiendo una nueva distancia. Madre se para y el silencio lo despierta: Un ruido de cascos sube desde el camino.

Dos capotes oscuros se acercan a caballo. Madre le pasa un brazo por los hombros y sostiene la brida con la otra mano. Conforme llegan el niño reconoce sus uniformes, aquellos que defendían la puerta del Ayuntamiento. Ella le agarra la mano, con fuerza, pero sin apretar, como hiciera esa misma tarde. Ahora se acuerda bien. Y Alonso se ve de nuevo corriendo entre el gentío, sorteando el bosque de piernas, ahora bailando al son de la banda, ahora jugando y riendo, hasta que termina por desorientarse y se pierde de los suyos. Fue esa misma mano la que lo rescató de las profundidades. Madre lo aupó entonces con sus brazos para que pudiera ver bien a padre. Estaba mucho más adelante, entre los primeros, con su camisa blanca y su sombrero de los domingos. Alonso gritó y llamó, le hizo mil gestos para atrapar su mirada, pero padre no podía oírle. En ese momento estalló el barreno.

Los soldados acaban de descabalgar justo delante de ellos. La Golondrina se inquieta. Al niño se le escapa un gemido y madre le tapa la boca con la mano. Cierra los ojos para escapar de la realidad, pero imágenes aún más terribles acechan detrás de sus párpados. Vuelven el estruendo y el humo, y vuelven los hombres cayendo como árboles derrumbados por una tempestad. Vuelve el destello de la muerte sobre el acero calado en los fusiles, vuelven las carreras y los gritos, vuelven la locura y el miedo, y allá, a lo lejos, o quizás a solo unos pasos, Alonso ve como a padre le vuelve a brotar una flor roja del pecho.

Uno de los soldados se está liando un cigarrillo. El otro se ha puesto a orinar en la cuneta. La Golondrina se sacude y madre la acaricia. Cuando ella lo mira, tan angustiada que Alonso ya no sabe si sus ojos ordenan o suplican, se refugia de nuevo en sus pensamientos. Después de los tiros llegó el silencio, un vacío esencial, una ausencia devastadora que desposeyó de vida toda la plaza. Lo siguieron las sombras, las calles desiertas, y los rumores. Llegaron los pasos acompasados, las voces de mando y los golpes en las puertas. Los sigilos y los miedos. Las preguntas. Alguien dijo que registraban las casas, que buscaban a uno, que a otro se lo llevaban preso.

Madre y él cargaron con padre entre las sombras, rehuyendo las calles y trepando por los cercados hasta que, llegando a lo de Damián, encontraron a la borrica. Alonso le estaba quitando ya las alforjas cuando apareció de repente el dueño. De tan asustado, apenas pudo oír las quejas y los murmullos. Pero, al poco, el hombre regresó trayendo una sábana. Con ella envolvieron a padre, y entre madre y él lo dejaron bien sujeto sobre la Golondrina.

A un gesto de madre, le muestra la lengua para que ella moje el pañuelo y le lave la sal de las mejillas. Las sombras cabalgan otra vez. Empiezan a alejarse, pero ella no fía ya ni del silencio. Al cabo de unos pocos suspiros, arrancan. ¡Arre, Golondrina! Atraviesan apurados el camino para volver al amparo de los montes, y siguen transitando esa noche sin caminos, en silencio, sin descanso, hasta que sus pies sucios y cansados descubren los primeros pastos verdes. Madre se para, le acaricia y le pregunta si cree que ese es un buen sitio.

Alonso contempla a padre, desplomado sobre la Golondrina, y piensa entonces en su porte, en su risa franca, en cómo le dejaba mojar el dedo en su vaso de aguardiente cuando madre no miraba. Le vuelve a ver sosteniendo el cesto mientras madre tendía la ropa, y trayendo las espuertas de cisco, de a una en cada mano, o arreglando la vieja mecedora con solo unas cuantas puntillas. Aunque de su entereza apenas queda ya una sombra, se le hace que nunca lo vio llorar, por más que sus ojos brillaran cada vez que mentaba la tierra del abuelo.

Él la lleva entonces de la mano y la sienta sobre el tocón de una vieja encina. Barrunta que a padre lo confortarán estas hierbas obstinadas que una vez conocieron aquella sombra majestuosa. Amanece ya y, mientras madre se consiente por fin cincelar en un rezo el profundo desgarro que tantas horas lleva reprimiendo, Alonso, el hijo del gallego, se hinca resuelto de rodillas y comienza a cavar la tierra con sus pequeñas manitas de hombre.

2 Comentarios

  1. Muchas, muchas gracias, Jose. Bingo: en efecto, ese referente era Juan Ramón Jiménez, y mi Golondrina un trampantojo de aquel Platero. De hecho, esta es la clave del estilo que escogí para este relato.

    Nada que objetar tampoco al magnífico análisis que haces del texto; al contrario, da gusto comprobar hasta que punto comprendes y estructuras el texto, y como intuyes mis intenciones al escribirlo. Es un gustazo, sí, leer un relato propio a través de los ojos de alguien que te enseña lugares que no habías visto, o que encuentra resonancias que apenas llegaste a intuir.

    Aunque te pasas de bueno, como siempre, sé bien que tus palabras son sinceras y a mi me sirven muchísimo de estímulo y de aprendizaje, y por eso te las agradezco una vez más, y todas las que haga falta, ea.

    Por cierto: Ando a vueltas con la luna. Escaso de tiempo, como siempre, a ver que podemos hacer.

    Un abrazo enorme, amigo mío.

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  2. Buenas noches, Isra.

    Aunque me estoy malacostumbrando a llegar tarde a la cita con El Destrío, sé que lo que voy a encontrar me va a gustar y lo voy a disfrutar (aunque sea sufriendo con la historia).
    No, tranquilo. Esta vez no me voy a explayar en piropos y alabanzas, espero. Sé que no te gustan y luego las rechazas y me llamas exagerao. 😉😁
    Solo quiero resaltar lo fácil que es meterse en tus historias. Vivir y sufrir con tus personajes, como uno más. Pasar de simple espectador a comprometido observador a pie de escena.

    Me ha gustado mucho la forma en que has adaptado el tono narrativo a la época. El niño no habla de mamá o papá, sino de madre y padre. Hecho que denota el respeto que en aquellos tiempos se tenía por ellos y la dependencia no solo económica, sino también más afectiva. Hablas en realidad de la familia, que no se rompe ni al morir el padre. Los tres, junto al borrico, siguen trecho. Aunque uno ya no pueda ayudar en nada; pero los acompaña, porque quieren que su cuerpo descanse «como dios manda».

    La madre se ha convertido en obligada cabeza de familia y tira del pequeño para intentar asegurarle un futuro. Aquí también muestras el natural amparo que las madres siempre representan. Con su abrazo, mientras recuerdas tiempos más alegres; tapándole la boca para acallar los recuerdos que nunca olvidará; o esa mano que lo rescató de entre aquel bosque de piernas.
    Pero también plasmas perfectamente su gran fortaleza: «¿Dónde está la que ayer lo desmontaba a cosquillas para después volver a coserlo a caricias? ¿Dónde se quedó la del cuento a medias y el beso en la frente? Ella sigue avanzando, férrea y esquiva…». (¡Qué bonito!) Al mismo tiempo que se ve venir el cambio de vida que el niño comienza a experimentar: «cada nuevo sobresalto de piedra le arrebata un recuerdo, y cada paso le va imponiendo una nueva distancia».

    También muestras la relación padre-hijo que hasta hace muy poco obligaba al primero a no mostrar sus sentimientos. Pero que se hacían cómplices en pequeñas travesuras («mojando el dedo en su vaso de aguardiente») o en lejanos recuerdos que barruntaban un terrible vaticinio («por más que sus ojos brillaran cada vez que mentaba la tierra del abuelo»), porque el pequeño también añorará su tierra.

    Como resumen final, para no extenderme más, se agradece la interesantísima introducción de la historia real para ponernos en contexto. Eso le da muchísima más intensidad a la trama y nos permite comprobar cómo has sabido retratarla en tu narrativa, dotándola del dramatismo necesario para vivirla y complementándola con el sentir del niño y su madre. Desde mi punto de vista, la narración va in crescendo hasta alcanzar el clímax con «esas pequeñas manitas de hombre cavando la tierra». El uso de estos personajes le dan un punto de vista más cercano y sensitivo que si hubieras narrado simplemente la confrontación en el pueblo.

    Con respecto al análisis de la escritura, lo siento, no encuentro erratas o pegas. Cuando un texto me gusta, me integra en su historia y me secuestra, no soltándome hasta que lo he terminado e incluso releído, no puedo encontrarle fallos. No me entristece que el concurso se cancelara porque en caso contrario tal vez no habríamos podido disfrutar de él. Además, como hemos hablado otras veces, los concursos no premian solo la calidad del escrito, a menudo hay otras cuestiones interesadas. Me hubiera cabreado bastante que tu relato no hubiera recibido un premio merecido. Pero, ahora tienes aquí el beneplácito y aplauso del lector, que creo que es mucho más grande y satisfactorio.

    A manera de curiosidad, para averiguar ese niño que te inspiró la historia, he estado buscando información por san gúgel sobre grandes escritores, el año y tu pueblo, y he encontrado dos opciones: Por un lado, está el gran Baroja, aunque no Pío (que nació en San Sebastián), sino Ricardo. Nacido en Ríotinto en 1871. Pero en el año 1888 ya había pasado por e tierras vascas y luego a Madrid. Por otro lado, está Juan Ramón Jiménez, nacido en 1881 en Moguer, Rio Tinto abajo, y que por esas fechas tenía exactamente 7 años. ¿¡Bingo!? ¿Golondrina es el precedente de Platero?
    Pongo esto solo para que sepas la inquietud que me causan tus relatos y cómo me empujan a investigar más sobre los personajes.

    Bueno, Isra. Como siempre me pasa, me paso con la extensión del comentario. No es mi intención inicial, pero tus relatos provocan que me dilate cuál mantecao tendío ar só del agosto andalú.

    Enhorabuena por esta maravillosa historia y ojalá algún día te decidas a publicar ese libro de cuentos, dónde este y otras maravillas que ya publicaste y otras que crearás tendrían un magnífico cobijo.

    Gracias por compartirla y por permitirnos disfrutarla.
    Un Abrazo grandísimo, amigo escritor.

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