Recuerdo aquellos paseos sin destino de mañana de domingo. Del cine al bar de paquito y vuelta a empezar. Por el camino, miradas de reojo, saludos a escondidas, rubores ilusionados y también pequeñas inquinas, rencores de a peseta, amores casi de juguete.
Las horas se iban en pasos embetunados y revuelo de faldas copiadas de las revistas. Se hacía largo ese tiempo que pasó tan pronto, cuando el calendario fué desgastando los tenues cromados de los relojes de aprobado o primera comunión.
Aquello estaba bien en un tiempo en que todo estaba mal. Con la rebeldía por llegar, niños jugando a mayores y niñas disfrazadas de mujer, íbamos y veníamos al encuentro entre jardines, escuetos paraísos de golosina y miradas furtivas a los rincones ocultos, reservados para los que desafiaban a la maledicencia.
Inocentes en nuestros prohibidos afanes, veníamos e íbamos por los domingos sin saber que nuestros pasos perdidos nos acercaban sin remedio al tiempo, deseado y temido, en que la vida nos despojaría de ese tierno e inconsciente espejismo de felicidad.