Cuento: El viejo Eric.


La primera sensación del viejo Eric al bajar del avión fue de ahogo. Un calor que nunca había conocido le abrasaba el cuerpo, anegaba sus pulmones y le hacía sentir la ropa pegada al cuerpo. Era solo una más de las sensaciones desagradables que estaba conociendo durante su primer viaje. Nunca antes había salido de la aldea en el bosque.

Pero no se quejó. No quería avergonzarles. Era parte del precio a pagar por estar unos días con sus nietos.

Todo le resultaba extraño en la lejana ciudad costera del Sur de España: el hotel, las multitudes, los excesos y sobre todo la playa. Se sentía ridículo con aquel bañador, él, criado en soledades, ajeno a miradas, siempre parco en explicaciones, él, tan hecho al bosque y a bañarse desnudo en las heladas aguas del arroyo.

La arena de la playa quemaba sus pies desnudos casi tanto como el frío de la tundra, pero no los quemaba igual. Porque la arena no era limpia, ni suave, ni leve como el agua helada. La arena solo quemaba sin sentido, porque solo quemaba.

No protestó. Tenía que dejarse llevar. Quería estar con la familia, con los hijos que nunca fueron a verle y con esos pequeños rubios que todavía le miraban como a un extraño. Y les acompañó sin decir palabra a un montón de sitios extraños, restaurantes, bares, comercios, parques… les veía comer, jugar y reír, y trataba de aspirar algo de esa alegría que no entendía ni era suya, pero le importaba.

Aquella tarde lo llevaron a Ikea. Un pequeño cambio: Al menos aquello le era familiar, ya fuera por los nombres, o por las formas, o por el ambiente. Tantos kilómetros desde su lugar en los bosques junto al fiordo para venir a parar a un Ikea. Eric les siguió obediente por los pasillos, mirando con curiosidad todos aquellos muebles.

-¡Abuelo! ¡No te quedes atrás! ¡Ahora vamos a ver esos juguetes!

El viejo Eric se había parado a contemplar una silla. Al pasar los dedos por los barrotes de abedul sintió el cálido tacto de la madera, una presencia que conservaba aún el alma de un hermoso árbol talado, cortado, manipulado, cepillado, lijado y convertido en un mueble barato. Siguió mirando y tocando, y reconoció pinos, robles, álamos, abetos como los que rodeaban su casa, y también otras naturalezas más exóticas, eucaliptos y otros árboles de países cálidos que también se habían rendido a la sierra y la escofina.

Algunos conservaban su aroma. A otros los reconocía por la forma de la veta, o por el tacto, pero había algunos que le costaba mucho identificar. Miró a fondo uno de esos muebles tratando de encontrar algún vestigio de su verdadera naturaleza y en el canto mal pegado de una tabla descubrió que aquello no era más que un amasijo de serrín y pequeños restos de madera prensados y recompuestos, y fue incapaz de saber qué arboles habían sido desgarrados en una trituradora para componer esa extraña sustancia.

Sintió una profunda tristeza por todos esos árboles, todas esas sombras derrumbadas para acabar siendo troceadas y malvendidas a gentes que ni siquiera apreciarían la vida que aún había en todas esas maderas. ¿Quién habría apaciguado los espíritus de esos árboles antes de talarlos? ¿Quién habría recogido de ellos un esqueje o sembrado una semilla para hacer así que perduraran? ¿Quién los habría cuidado, quien habría jugado bajo sus brazos, quién habría salvado los nidos que cobijaban antes de derribarlos?

Cerró un momento los ojos y se sintió transportado a su viejo bosque. Eric el viejo volvió a sentir el murmullo del viento entre las ramas, y escuchó cantar a los pájaros que todavía no habrían emigrado, y se llenó del olor balsámico de sus hojas, y tocó de nuevo sus troncos, y holló el suelo húmedo y tierno donde la vida cada año se renovaba.

Pero de pronto sintió en su mano el pequeño tacto de una mano que tiraba de su abuelo, y una vez más se dejó llevar. Porque eso era parte del precio a pagar.

Pronto volvería a su hogar. Un pedacito de su ser quedó vagando por aquel laberinto de pasillos de maderas vivas atrapadas dentro de objetos muertos.

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